La filosofía política.

Ninguna instancia de gobierno persiste en guerra abierta permanente; todo grupo de personas en ejercicio del mando de una sociedad, que quiera sostenerse en el tiempo necesita algún tipo de consentimiento y legitimidad; necesita crearlo aun allí donde impera la fuerza. En sus opuestos, desde toda insurgencia, cualquier cuestionamiento práctico del orden supone un trabajo de debilitamiento crítico de las verdades que lo sostienen; un movimiento destituyente tiene que construir su propia legitimidad si quiere perdurar. Siempre es así.

Por otra parte, todo pensamiento político está sostenido por argumentos que explican y buscan legitimar los dispositivos rectores de mandos y obediencias; no solo es la coerción la que sostiene un dominio. Entramos necesariamente en el terreno de la ideología. Bajo las diversas concepciones y en las diferentes configuraciones sociales subyacen cosmovisiones de las formas de gobierno y las prácticas políticas en general, del lugar de las personas en el mundo y las relaciones entre los diversos agentes sociales. Conocerlas y conocer la historia de su formación es un paso en la comprensión de los procesos sociohistóricos, los permanentes cambios sociales y las tendencias.

A modo de comienzo, en estas líneas vamos a desarrollar las diferencias entre el mundo antiguo y el mundo moderno, sostenidas bajo el principio de naturalidad del orden social en el primer caso, y en la figura del orden como construcción social histórica para el mundo moderno. Como cierre, se adelantan algunos conceptos sobre el contrato social y la idea de progreso constitutivos del pensamiento político inaugurado en los inicios de la modernidad.

Los modelos antiguo y Moderno

La historia del pensamiento político en occidente es un rico y complejo proceso, un encadenamiento de diálogos, tensiones y superaciones a lo largo de cientos de años. Las diversas nociones sobre el mundo social han sido creadas y analizadas por grandes pensadores; sus inicios los podemos situar en la Grecia de Platón y Aristóteles. Si queremos comprender los diferentes cuerpos de ideas políticas, necesitamos una contextualización de los momentos históricos particulares y revisar las diversas concepciones metafísicas, filosóficas o religiosas que forman sus columnas. Las miradas reflexivas sobre tales concepciones también están marcadas por los contextos; ningún pensamiento surge de la individualidad aislada. Cada lectura de una forma social responde a determinada situación, con sus intereses y necesidades en juego.

A modo de comienzo, vamos a hacer un recorrido por los dos grandes esquemas explicativos que preceden los modelos contemporáneos de comprensión de lo político, en un nivel muy general y amplio: el patrón antiguo y la concepción moderna. Desde la antigüedad, alcanzando al mundo medieval, tenemos el modelo clásico, teorizado inicialmente por Aristóteles, sucedido por los tipos modernos de las teorías del contrato. Precisamente con esos sistemas polemiza Hegel en un momento de transición de la historia del pensamiento político y de cambios sociales profundos. Hegel las ha recepcionado y trabajado forjando el preludio del pensamiento contemporáneo.

Estas conceptualizaciones son arbitrarias y teóricas. Son ideas en relativa consonancia con etapas y procesos históricos múltiples, de las que se toman líneas generales y notas comunes que permiten postular algunas figuras explicativas (por ejemplo la propia noción de contrato social o la del estado de naturaleza). Esas figuras que no necesariamente tienen un correlato empírico e histórico exacto han sustentado los grandes esquemas con los que nos manejamos en los niveles teóricos. Se trata de esquemas conceptuales que no responden a una linealidad temporal o progresiva pero que nos sirven para entender el hilo del pensamiento político occidental . Las teorías contemporáneas son herederas y continuidad de aquellas concepciones y muchas de sus figuras aún persisten.


Mundo Antiguo

Para las épocas antigua y medieval que inscribimos en el llamado modelo clásico, la convivencia es un principio natural en la humanidad; su ser social es una característica de distinción de las otras especies en el mundo, e integra su propia esencia desde el origen. La sociabilidad humana es inmediata e involuntaria. No se puede hablar de oposición entre naturaleza y política porque el propio arreglo social correspondía al mismo orden del cosmos, al concierto divino. No se percibía una división.

La posibilidad de participación en la vida pública estaba directamente ligada a los respectivos lugares que la naturaleza o el destino adjudicaban de una u otra manera; tampoco se encontraba una voluntad de quienes integraban la comunidad que fuese fundante de lo legal, de las normas de convivencia y regulación de límites y castigos, de las obligaciones. En ese esquema impera una natural aceptación y adecuación al mundo, a sus escalas y diferencias. Aristóteles dice que tanto la sociabilidad como la ubicación social son naturales: “La asociación natural y permanente es la familia. (…) La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que no son cotidianas, es el pueblo. (…) La asociación de muchos pueblos forma un estado completo, que llega, si puede decirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vida, y debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas. Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél. (…) Es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable.” (Política. Libro I. I. Patricio de Azcárate). “Por otra parte la relación de los sexos es análoga; el uno es superior al otro; éste está hecho para mandar, aquél para obedecer. Esta es también la ley general, que debe necesariamente regir entre los hombres. Cuando es uno inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto del alma y el bruto respecto del hombre, y tal es la condición de todos aquellos en quienes el empleo de las fuerzas corporales es el mejor y único partido que puede sacarse de su ser, se es esclavo por naturaleza.” (Política. Libro I. II. Patricio de Azcárate).

La ley que regía el universo alcanzaba también al mundo social de las mujeres y los hombres en su cotidia-neidad, porque se trataba de una misma estructura; había un todo ya dado donde las voluntades interve-nían solo en los canales acordes a ese orden universal y cósmico. La disposición estamental del mundo feudal llevaba al siervo a aceptar su lugar en el trabajo con la misma naturalidad que el señor cumplía el rol de guerrero y juez, o el religioso hacía lo propio según el orden divino; el comerciante griego no desafiaba al destino, ni la mujer o el esclavo cuestionaban sus imposibilidades de participar en las decisiones tomadas en el ágora. La ley humana era reflejo de la ley del mundo. El orden jerárquico en lo social tenía plena inmediatez con las disposiciones naturales, tanto para quienes mandaban como para quienes obedecían.

La “natural” correspondencia de una clase o estrato a las tareas manuales era acompañada de un corres-pondiente impedimento en la participación directiva; la producción de la vida social -lo económico, el intercambio- estaba ontológicamente subordinada a la naturalidad del mundo; en la polis griega, en la aldea medieval y en toda sociedad antigua había una concepción orgánica de la comunidad. Esa totalidad tenía una primacía absoluta sobre las partes componentes, ninguna parte integrante lograba tener una identidad propia sin su suscripción a la función o el lugar que le tocara por naturaleza. Había inmediatez entre lo que hoy llamamos la esfera de la vida particular y el ámbito público; aún no se había dado la separación entre lo público y lo privado, entre política y moral como se verá en el mundo moderno.

Mundo Moderno

Con los cambios del mundo moderno se inician nuevas formas de indagar la sociedad, acompañando el crecimiento de las ciudades y el comercio. La Reforma de Lutero y las temáticas abiertas por Descartes dieron paso a nuevas interpretaciones. La crisis de legitimidad del cristianismo -más precisamente del papado- como rector unificado del mundo se expresó en las guerras religiosas del siglo XVI. El resultado fue la paulatina superación del orden escolástico y feudal en dirección hacia una centralización administrativa del poder. Con la modernidad el pensamiento irá centrándose en la subjetividad como forma conceptual y adoptará intentos de aproximaciones científicas en el estudio de la convivencia, donde Hobbes fue el pionero.

La Reforma Protestante dio lugar a que cada persona interprete por sí misma la palabra divina; los criterios de verdad pasaron al individuo. En rigor, la propia noción de individuo fue apareciendo levemente en escena paralelamente a los cambios sociales, económicos, a la expansión geográfica del mundo occidental. El resultado fue una profunda crisis del cristianismo como factor unificador; los agentes que mediaban entre cielo y tierra dejaron de ser universales y la unívoca verdad de dios se abrió a una diversidad de intérpretes lo que llevó al enfrentamiento de opiniones. Surgieron conflictos de intereses que ya no se resolvieron dogmáticamente según el orden político dado.

Los pensadores modernos tienen el problema de encontrar los signos para una convivencia pacífica que contemple las diferencias interpretativas acerca de ese Dios común. En la política moderna se tiene que alcanzar una disposición que logre reducir o neutralizar esas diferencias porque en los hechos el enfrentamiento es una cruenta guerra política. Así, el devenir del mundo moderno fue generando una configuración social donde esa posibilidad de interpretar de manera individual quedó recluida a un ámbito interior, el espacio moral, que podrá coexistir sin conflicto aparente con la esfera pública, política. Las opiniones y creencias privadas ya no tendrán la capacidad de generar la guerra en el espacio político. Necesitamos aclarar que este es un esquema explicativo de un proceso complejo y de múltiples matices.

En la modernidad la relación entre el saber y el poder de gobernar sufrió cambios radicales; en el modelo clásico se deduce que si el orden del mundo responde a una ley trascendente o divina, quien tenga conocimiento o clara contemplación de esa razón tendrá también los elementos que legitimarán su autoridad terrenal, con independencia de la forma particular de articulación entre la verdad absoluta y la autoridad que la conoce (el papa, el rey, el emperador ungido por Dios). En el modelo moderno ese saber no será suficiente; las pautas de legitimidad de la autoridad política pasarán a estar en el consentimiento. El saber no queda excluido de los factores de poder, pero su centralidad en cuanto sostén de legitimidad de la autoridad política es desplazada. El saber de lo natural y de lo político se desligó del conocimiento de lo moral; las pautas prácticas de la vida de las personas humanas se fueron fundamentando en las voluntades postuladas como libres, relativamente libres de los individuos, que tenían intereses y acordaban sobre su convivencia. Esta figura de la libertad, previa y posterior al contrato, será diferente en cada pensador con consecuencias y problemas al momento concluir una explicación. Gran parte del debate entre los modernos pasará por esa problemática; esquemáticamente sería: no hay contrato sin consenso, no hay consenso sin libertad.

La forma social pasó a ser una construcción artificial: voluntad, pacto y construcción desplazaron la figura del orden cósmico finalista o teleológico, dado y natural. El finalismo característico del mundo pre moderno perdió vigencia, al romperse el lazo entre la naturaleza física y cualquier tipo de perfección moral o ética orientada a un fin esencial. En el mundo moderno no quedó lugar para el animismo, o las voluntades cósmicas o divinas.

Hemos dicho que estas figuras no tienen un riguroso correlato histórico puntualmente localizable en el tiempo. Sabemos que el contrato social no es un hecho histórico, pero es un postulado que permite una explicación eficaz partiendo de individuos pre sociales poseedores de plenos derechos. Aquí subyace una gran diferencia en las visiones clásica y la antigua sobre la concepción antropológica de las personas. Para los modernos, las personas no están marcadas por la maldad del pecado original; no son beligerantes por esencia, porque se las postula como portadoras de libertades e igualdades innatas. El dilema moderno comienza cuando se constata que el orden no resulta tan equilibrado y el conflicto predomina sobre la paz. Los individuos se enfrentan y sus desigualdades o intereses devienen guerra. Los modernos encuentran el problema de explicar que el pasaje de una situación de derechos absolutos antes de pertenecer a una comunidad política, deviene en una instancia donde parece prevalecer el conflicto sobre la paz. El desarrollo del mundo mercantil llevará a preguntar cómo siendo todas las personas iguales, algunas mandan y otras obedecen, algunas hacen y producen; unas trabajan mientras otras usufructúan lo hecho. Esta problemática reaparecerá claramente con Hegel y la heredarán los pensadores ligados a los proyectos socialistas; podemos tomarla como un tercer momento en el desarrollo del pensamiento político. Antes de eso, dos cuestiones subyacen las teorizaciones en pensadores como Hobbes, Rousseau y otros: el contrato social y la idea de progreso.

El contrato Social

La cuestión del contrato social se inicia con los pensadores modernos y perdura hasta nuestros tiempos. Dijimos que el problema de los pensadores modernos es cómo llegar al respeto mutuo que garantice la paz cuando en el mundo social aparece una multiplicidad de interpretaciones individuales. ¿Cómo se alcanza una interpretación general sobre la convivencia ante la diversidad de individualidades, sin llegar a una lucha abierta? Al perder efectividad las instancias religiosas o míticas que sirven de mediación, no hay universalidad; el mundo se atomiza. Aparecen así, dos esferas separadas que para el mundo antiguo eran impensables: la intimidad, la interioridad individual moral por un lado, y la esfera social donde ese individuo se vuelve plural y comunitario. Entre ambas, no habrá una identificación plena y se constituirá un tipo de dualismo con sus propios problemas específicos. Las ideas no encuentran un total reconocimiento en las prácticas posibles. Se trata del dualismo que de diferentes maneras nos acompaña hasta el presente. En términos filosóficos, surge en el momento de ruptura o escisión de la inmediatez entre lo ontológico y lo ético. El deber ser queda separado del ámbito del ser. Lo religioso y lo moral quedan apartados de lo político, de lo social y el derecho. El resultado de este proceso es el estado, la comunidad política, el espacio público comandado por el soberano, separado del lugar de las conciencias individuales. Esos átomos, esos individuos aceptan la obediencia porque es su garantía de supervivencia, esa obediencia es la llave para evitar la guerra civil de todos contra todos que a la vez es precondición para el despliegue de la esfera mercantil. Estamos hablando ya, de la sociedad civil, del mercado, según cómo se lo entienda.

La explicación en base al contrato no tiene lugar para el mundo clásico, porque cada quien asumía naturalmente el lugar que le correspondía por mandato divino o cósmico. No había necesidad de una instancia contractual. En el mundo de la naciente subjetividad los individuos se sienten representados en la esfera política, con propia voluntad y aceptación, sin que su individualidad se sienta despojada. Al menos en lo formal, el mundo moderno tiene una mediación que iguala a todos las personas; habrá quienes ocupen funciones de producción e intercambio y encomienden o deleguen las tareas nacidas del pacto fundacional: legislar, controlar, impartir justicia. Se instituyen reglas y se acepta la sumisión necesaria para que la comunidad funcione. En resumen, se erige la esfera estatal, que con el tiempo, a partir de Hegel se la tomará en algunas lecturas como opuesta a la sociedad civil. Más adelante veremos que este esquema contiene una crisis; el estado se vuelve un límite a la expansión y despliegue de la individualidad. El liberalismo cuestionará esa limitación, los pensamientos socialistas atenderán especialmente las desigualdades devenidas de esas nuevas configuraciones donde la igualdad se reduce a lo formal.

Esa esfera estatal que es una creación, es una novedad para la historia del pensamiento político. El estado es un ente artificial, es resultado de un pacto decidido; la voluntad incluye delegar la capacidad de juzgar y desistir de la propia libertad natural. La obediencia es una obligación aceptada. Veremos más adelante qué rol le dieron a la coerción los diversos pensadores.

El contractualismo explica con la figura del contrato, el nacimiento de la comunidad política desde una situación previa sin política. Se postuló una situación de naturaleza que no contiene condiciones para un desarrollo comunitario ni de sus elementos constitutivos: individuos, propiedad, libertad, garantías. Sin garantes del orden, es insostenible el ejercicio de la propiedad o la resolución de discordias profundas por caminos pacíficos. No se podría juzgar sin chocar con otros juicios en desacuerdo y oposición. Las individualidades previas al pacto tienen la capacidad de decidir ir a esa asociación común renunciando a esas instancias como juzgar o castigar. El modelo clásico teorizado originalmente por Aristóteles no partía de una situación sin sociedad. En su desarrollo, hasta llegar a la aldea y por fin la polis, la instancia primaria era la familia. Allí la participación de las personas era natural porque se trataba de animales sociales. En el mundo antiguo o el medieval no se entendía que hubiese una instancia previa atomizada, sin forma social o política, ni instancias de igualdad universal.

Si habíamos dicho que en la sociedad antigua, la legitimidad del mando estaba en cierto saber, ahora hablamos de un consentimiento que puede llegar a ser revocado porque hay una delegación voluntaria hacia el estado. Esta concepción también es una novedad para el pensamiento filosófico.

Entre los contractualistas, hay diferencias. Sus ideas van desde una primera defensa de la soberanía estatal casi absoluta, de Hobbes, Puffendorf, Boden, hasta quienes cuestionan la fuerza centralizada en virtud de la valorización de lo individual, por ejemplo Locke. Sobre la situación previa a la política también hubo diferencias: Hobbes, Locke y Rousseau plantean que el pacto es conveniente para la propia supervivencia y la conservación de los bienes; Puffendorf postula un doble pacto; primero se prefiere evitar la conflictividad permanente, y luego esa comunidad resultante se ordena bajo cierto gobierno. Hobbes rechaza esta idea pues en él, la comunidad solo aparece con el pacto de obediencia.

Una segunda idea que está en los modelos modernos solidaria del modelo del contrato es la de progreso, que va en paralelo a los avances en las ciencias físicas y la mecánica naciente junto con las aproximaciones a pueblos claramente diferentes y extraños vistos desde una centralidad europea. El dominio de la naturaleza, el buen uso de la razón llevarían a iluminar la ignorancia, superar errores y males de la convivencia. Las teorías del contrato, y del progreso, dan lugar a problematizar las desigualdades e injusticias abriendo planteos emancipatorios desde diversas perspectivas. Un tercer tópico relacionado a esto último es el del poder constituyente. El abordaje de los planteos teóricos de los diferentes pensadores nos permitirá profundizar, encontrar matices y diferencias.